Con las ansias de un aventurero llegué a Trinidad, en busca de una historia que compartir con mis lectores, resulta que encontré una señora que me tomó de la mano por sorpresa y me condujo por los callejones empedrados de una villa erguida, noble ante el seductor Tiempo.
Mi señora enmarcó los sitios añejos y lozanos y también los contemporáneos, me enseñó que ella es capaz de jugar con la memoria y descubrí que caminar por sus callejas es acompañar a mis nuestros ancestros.
El despertar en el hotel Las Cuevas, fue congratulante, al abrir la puerta del bungalow y sentir la aroma a bosque húmedo y notar el silencio más sepulcral me llevó en el tiempo hasta aquellos días febriles en el Valle de los Ingenios.
Hoy su gente agradece al visitante casuelero, comparte sus riquezas culturales y originarias y hace de la convivencia entre las culturas contemporáneas que convergen en su territorio un atractivo ideal para el desarrollo turístico.
Me mostraron una villa hiperactiva, que se reinventa día y noche, donde surgen sitios gastronómicos y hostales a la velocidad de sus necesidades y no se contrapone a la preservación del patrimonio que resguarda.
Su familiaridad y camaradería me dejó como imperativo, la necesidad del regreso, y en un susurro me advirtió que sus secretos solo los develará a aquellos que regresan por el amor fecundo al pasado que vive y se ganó el respeto de los nuevos presentes.
Me despedida, fue plausible, fue como dejar el amor que nunca se quiere perder, y por su parte la señora con la brisa del mediodía más caluroso, me besó en la mejilla y me regaló su nombre, soy sencillamente, Trinidad.